Vandalismo

     

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Durante los descontroles casi siempre nocturnos provocados o al menos sugeridos por los estados alterados de conciencia, resultaba habitual dejarse llevar por el destello de una sinapsis que surgía espontánea e imprevisible… nunca programada. Llevaba indefectiblemente al mundo del vandalismo como una forma de mostrar el rechazo hacia un entorno feo[1], simultáneamente con la necesidad de hacer notar que existía esa disidencia. Que no se agotaba en la conciencia y tenía su correlato en el mundo real[2]. Muchas veces se trataba de hechos puntuales que no volvían a repetirse, únicos. Por el contrario en otras ocasiones se convertían en costumbres[3].

En cuanto a la forma de llevarlos a cabo, la autoría: los vandalismos a veces eran sólo míos, pero otras veces eran practicados en grupo. Como formas de cohesión y reafirmación de los principios existenciales que compartíamos a partir de la complicidad.

En todo caso la frontera de un acto no siempre está clara. A veces pueden interpretarse como vandalismos algunos hechos, pero en otras ocasiones simplemente se trata de formas extremas de justicia social o estética vertidas hacia el mundo material circundante.

Por eso haré un recorrido a vuelapluma sobre hechos más o menos memorables que puedan caer bajo esta denominación. Pero no se sorprenda el lector si a lo largo del resto de las páginas de estas Malas memorias encontrare hechos que pudieren entrar en la presente taxonomía. O también, quizás en el siguiente listado haya algo que en su opinión no sea vandalismo

El presente recorrido imaginario lo estaríamos realizando sobre el pasado. Como si fuéramos un dron capaz de desplazarse en el tiempo.

Quede constancia en todo caso de que, como en tantas ocasiones a lo largo de esta obra, no se trata de un listado exhaustivo, sino inhaustivo. Y en último término, repárese en que infinidad de las cosas que se publican diariamente en los Boletines Oficiales vienen siendo con diferencia, a pesar de ser promovidas por las altas instancias de la sociedad, más vandálicas que las aquí reflejadas. Sobre todo por el perjuicio que acarrean a la sociedad, casi siempre indefensa ante ellas.

Con esta afirmación no pretendo ni mucho menos justificar todos los actos descabellados que aquí se narran[4] sino relativizar lo que comúnmente se conoce como crímenes. Que muchas veces, comparados con los juegos del Poder, resultan meras travesuras… casi entrañables por pueriles.

UNO

Pedrada desde el balcón de Araceli BÍGARO. Aquel piso de alguna forma incitaba a la búsqueda de límites. Una noche glacial, desde su balcón lancé una piedra hacia el vacío… que estaba bastante lleno: de coches aparcados en lo que entonces era una explanada.

Casi como fuegos artificiales, la ventanilla de uno de ellos se hizo añicos con el impacto, invitándonos con aquel resplandor a huir hacia el interior del domicilio, caliente y blandito. El cristal refulgía atenuado por la noche, pero multiplicado en mil fragmentos… nos retiramos, ateridos por nuestra propia estupidez.

DOS

El símbolo de Adidas. Era temprano, no creo que llegaran a ser las 12 de la noche. Valentín Hermano y yo caminábamos hacia el Plátanos y la zona de bares habituales. Al pasar por el centro de la ciudad vimos una tienda de artículos deportivos que conocíamos de sobra: un clásico de la zona. Pero nunca habíamos reparado en que sobre la puerta se encontraba un símbolo de Adidas en madera de unos 50 cm. Las hojas con tres bandas horizontales colgando con un par de cadenas entre los dos escaparates que había a sus laterales.

No sé por qué extraña razón nos detuvimos al pasar junto a la tienda, justo antes de acceder a la plaza del Corro: el logo era algo gracioso, resultón. Invitaba a balancearlo de lado a lado, jugando con las cadenitas… así lo hicimos. Creo que fue Valentín Hermano.

Vimos cómo se movía alegremente un par de veces, de lado a lado… pero al tercer trayecto le falló una de las cadenas, el símbolo se soltó y, al quedar sólo balanceándose desde la otra, el impulso lo hizo impactar contra uno de los cristales laterales. Se rompió con estrépito.

Así de fácil. Un escaparate roto. Cuando falló la cadena nos habíamos temido el final de aquella historia. Así que cuando los cristales llegaron al suelo y con ellos su estruendo, nosotros ya habíamos puesto pies en polvorosa, conquistados por el pánico. Aterrorizados, nos fuimos hacia nuestros bares habituales en la esperanza de que aquello no fuera a más, esperando pasar desapercibidos en los refugios conocidos.

Pasaron las horas y por fortuna no hubo más noticias del asunto. Ya casi lo habíamos olvidado cuando entró en el bar en el que nos encontrábamos (creo que el Anillos) un chaval con un balón de baloncesto en la mano. “¿Y eso?” –le preguntaron. Él explicó someramente que alguien había roto un escaparate de una tienda de deportes. Ellos lo encontraron así y se habían repartido el botín impunemente. A mí se me llenó la cabeza con aquella famosa frase que suele aparecer en los cómics en situaciones semejantes: “¡Tierra, trágame!”

TRES

Cartel de la carnicería. Volvíamos de copas Eugenio LEJÍA y yo. Íbamos camino de mi casa[5] para buscar más dinero con el que continuar una fiesta que se nos antojaba demasiado corta. Serían aproximadamente las 2 de la mañana.

Seguramente habíamos salido del Fin de siglo y pasábamos por delante de la casa de Araceli BRUMA. Su recuerdo me provocó una frustración indecible. Quizás por eso, una vez doblada la esquina, al encontrar una piedra en el suelo, la pagué contra aquel inofensivo letrero. Su único delito: el nombre de la tienda me recordaba al apellido de ella.

Cacofonías y venganzas de impotente, sin duda. Una vez consumado el hecho, roto el luminoso, nos fuimos de allí con viento fresco. Huyendo de coches de policía que por fortuna sólo estuvieron en mi imaginación. Una vez en casa, cenamos y cogimos dinero. Pero al bajar por la escalera oímos ruidos en el portal. Tensión. ¿Quién podía ser a esas horas? ¿Acaso la policía, que había conseguido darnos caza?

CUATRO

Cementerio. Por fortuna no. Eran Joaquín Pilla Yeska y Valentín Hermano, que regresaban por su cuenta y riesgo de una excursión que les había llevado hasta el Cementerio, con la intención aviesa de robar la pelvis de una figura de renombre.

Una vez allí, uno de los dos (no recuerdo quién) estaba tan etílicamente perjudicado que ni siquiera pudo trepar la valla sobre la que el otro, a horcajadas, le estaba esperando vestido de carcajadas. Finalmente se conformaron con robar una lápida y una cruz de mármol que encontraron apoyadas en la tapia exterior del cementerio. Un premio de consolación sin necesidad de profanar más que la propiedad.

Se proponían subir el botín hasta nuestro domicilio, esconderlo allí. En eso estaban cuando nos habían encontrado bajando la escalera, acojonados temiendo ser nosotros los detenidos. En cuanto nos vimos las caras: allí mismo, en las escaleras del portal, las carcajadas fueron monumentales. Les ayudamos a subir una de las pesadas piezas de piedra (la lápida) y nos fuimos de copas los cuatro juntos, para celebrar que éramos libres.

La cruz, rechazada por el Torcido en el Plátanos aquella misma noche, acabó en casa de Adriana Insecto unos días más tarde. En cuanto a la lápida, creo que Nito consiguió reciclarla para algún cementerio de verdad.

En casa de mis padres hacía poco que había muerto Anastasia Abuela y ellos no querían ni verla en casa, por recordarles tan luctuoso episodio.

CINCO

Pintadas a mansalva, a tutiplén. No sé qué me había pasado aquella noche… o más bien qué frustración me embargaba por lo que no me había ocurrido y deseaba con fervor. Lo que resulta indiscutible son los hechos. Cogí un rotulador negro que tenía en casa[6] y bajé decididamente a la calle, para comerme el mundo… o mejor, para decorarlo como merecía.

Afortunadamente fue poco rato. A la puerta de la hamburguesería que había a la vuelta de la esquina, le regalé una reflexión en mayúsculas, que decía: “DOÑA HAMBURGUESA ¿CALIENTE?” haciendo referencia a una anécdota protagonizada días antes por el dueño del Doña hamburguesa. Tenía matices de viejo verde y me la habían contado hacía poco Araceli BÍGARO y Jesús Manuel LAGO. Por entonces eran pareja y lo explicaban divertidos.

Algún otro desvarío gráfico, que no recuerdo, por el barrio… también me apropié de un contenedor de basura[7]. Firmé la propiedad como “CARAPEZ” y le coloqué unos símbolos anarquistas. Para mi portal.

Ya de recogida decoré también el interior del portal con las mismas inscripciones. Arrobas mayúsculas e insultos de besugos… más aún: en la euforia incluso llegué a pintar el interior del buzón de mi propio domicilio familiar, dejando así meridianamente clara la autoría de los hechos (aunque sólo hubiera sido a ojos de mi familia).

Me fui a dormir, con la satisfacción que puede tener un enajenado por el deber cumplido. A la mañana siguiente realicé una exhaustiva limpieza con alcohol[8] que consiguió dejar impolutos buzón, portal y conciencia. El contenedor lo devolvieron los basureros a su sitio sin mayor problema. Respecto a la pintada del Doña hamburguesa se quedó una buena temporada decorando su fachada.

Aquella misma mañana de la limpieza me encontré con una vecina anciana, que me comentó escandalizada todo el suceso. Se preguntaba retóricamente (o me interrogaba con habilidad ¡a saber!) quién habría sido el indeseable que iba repartiendo por todas partes aquel insulto de “cara de pez”. No la corregí para decirle que no eran tres palabras sino una. Me habría delatado ¡y bastante tenía ya con estar avergonzado!

SEIS

Era un regreso a casa, despreocupado, sin problemas… Probablemente una noche de verano, de ésas en las que los amigos brillaban por su ausencia. Volvíamos de copas Valentín Hermano y yo, cargados de hastío. Como pueden estarlo una garrafa o una escopeta de sus respectivos contenidos. En la basura de algún sitio encontramos una bolsa de pintura blanca, de 5 kg. o más. ¿Cómo rechazar semejante golosina puesta allí por el Destino?

Incapaces de resistirnos, la adoptamos. No sé cuáles eran las intenciones, pero al arrastrarla por el suelo un pequeño roce la agujereó levemente y así surgió la idea. Con las llaves de casa agrandamos el orificio hasta que el resultado del vertido quedaba ostensible a simple vista.

Claro, al irla arrastrando soltaba su contenido alegremente, que era nuestra pretensión. Parecía una de las líneas blancas de la carretera. Se nos antojaba estético y simple, tanto que nos recordó a una serie humorística de la época… que se llamaba precisamente Siga la línea blanca: contaba vicisitudes de un individuo que recorría el planeta siguiendo una línea.

Ya llevábamos señalizada casi media calle[9] cuando oímos el rugido de un motor. Nos giramos inquietos: tranquilidad, no era la policía. No había peligro de multas o reconvenciones: sólo se trataba de un camión de la basura..

Seguimos a lo nuestro, entusiasmados en una tarea digna de artistas contemporáneos. A buen seguro, si la hubiera hecho algún pintamonas de renombre de ésos que llenan ARCO cada año, habría sido todo un éxito. Nos estaba quedando casi recta, a veces insinuábamos dibujos, letras… Cuando el camión de la basura estuvo a nuestra altura, desde la parte trasera del mismo uno de los basureros nos miró con desprecio y gritó: “¡Guarros!”

Como crítica de arte resultaba bastante lapidaria. Eso nos desmotivó tanto que no llegamos a gastar todo el saco. Bien pronto lo dejamos por allí, abandonado. El último tramo hasta casa, ya con las manos en los bolsillos, estuvo trufado de carcajadas, al reflexionar sobre la carga simbólica de lo ocurrido. Era lo mismo que si un político nos hubiera gritado: “¡Hijos de puta!”

SIETE

Tirar discos por el balcón. Era una confluencia de circunstancias a primera vista inofensivas: el verano, el hastío y una colección de discos que yo había comprado[10]. Se trataba de uno de esos lotes en vinilo LP[11] que venían en rebajas. Creo que eran 10 discos por un precio irrisorio.

Una variedad de los sobres-sorpresa que había cuando yo era niño, pero en versión melómanos. Lotes de productos que nadie quería y si no era de esta forma, no los colocaban. Pero el precio era atractivo. Con uno solo que mereciera la pena, ya estaba amortizado el gasto del conjunto. En realidad una engañifa, porque los 10 eran objetivamente bazofia: música verbenera, desvaríos de megalómanos y productos claramente promocionales para intentar hacer pasar por artistas a los familiares, amigos o amantes de los productores.

Infumable. Como no podían regrabarse, aquello era basura en estado puro, ni más ni menos… Por este motivo una de las noches de hastío propias del previsible verano maracandés, les tocó el turno. Mano a mano, Valentín Hermano y yo nos propusimos darle salida a aquella música, aprovechando un rato de nuestra inspiración. Imaginábamos cómo se deslizarían aquellos discos por el espacio exterior, volando libres en la noche ocre que regalaban las farolas de la calle.

Dicho y hecho. El ritual resultó ser todo un éxito. Cuanto aquellos vinilos tenían de anclaje al mundo material, a los débitos demasiado humanos… lo tenían también de aerodinámicos. ¡Qué arte en el volar! Parecía como si toda su vida hubieran estado esperando el instante del despegue. Aunque lo revestimos de apariencia ritual, el asunto fue corto. En menos de un cuarto de hora había volado el lote completo. No sé si el entusiasmo del momento se llevó por delante algún otro de los discos ancestrales que se amontonaban en nuestra discoteca, tan caduca como cualquier otra.

La noche inspirada terminó con otra obra. Ésta no tan vandálica y más de puertas adentro, aunque también con su enjundia artística. Rehicimos un cuadro que había presidido todos los salones de nuestra familia desde el año ’71. Una marina aburrida y provinciana cuya autoría era debida a un amigo de mis padres, saharaui por más señas. Quitamos el lienzo y utilizamos el marco, dorado y envejecido con betún de judea, para hacer una obra improvisada y posmoderna. Simplemente un juego de cintas de tela de colores, entrecruzadas y policromadas. Le daban al salón más alegría y amplitud. Sustituimos la famosa firma de “Ina 71” por un “Or-ina 2 S.C.”, dando continuidad con nuestra obra en aquella noche del año ’90 a la era “Sin Cristo”. Había sido inaugurada como concepto en el verano del ’88 en casa de Alejandro Marcelino BOFE. Nochevieja en pleno agosto, superando así metafísicamente la vieja y caduca distinción “Antes de Cristo-Después de Cristo”.

OCHO

Contenedores. La cosa era de lo más primario: dar rienda suelta al pirómano que todos llevamos dentro. Con algún antecedente más o menos explícito que en realidad había sido una forma de tantearnos, Joaquín Pilla Yeska, el promotor de aquella iniciativa, había ido trayendo el tema a las noches de marcha que teníamos como proyecto común. Así, la piromanía como antes la ludopatía, había pasado a formar parte de alguna ocasión imprevisible para aliciente de nuestra noche y sus desvaríos.

Suerte que no acabó convirtiéndose en un ritual más o menos detectable por las autoridades. Éramos, por así decirlo, delincuentes imprevisibles, vándalos extemporáneos. Además no nos daba por los toldos[12] ni los coches. Simplemente contenedores de basura.

Una llama oportuna y cualquier calle terminaba convertida en un improvisado vertedero. En ellos también se quema basura ¿no?, aunque allí se haga de forma legal. Como concepto, a mí no me llegaba a gustar el hecho. Por eso no llegué a participar en él más de 3 ó 4 veces. Más bien yo quemaba contenedores porque consideraba al vandalismo, con su carga revolucionaria, más importante que la ecología: conservadora. Una cuestión de prioridades obnubiladas por una escala de valores tan juvenil como descontrolada.

NUEVE

Letras de tienda. En el trayecto entre el Trueno y el Esquizofrenia existía casi un ritual de vandalismo: al pasar por la calle en la que vivía el doctor Mario Cazurro Rapodi[13] había un letrero compuesto por tipos metálicos insertados en la piedra. Decía: “Hijos de Jeremías Sánchez” o algo parecido.

En cada viaje, paulatinamente yo iba arrancando una por una las letras de aquel establecimiento. Después las atesoraba en casa, tras haberlas custodiado junto a mi cuerpo durante el resto de la jornada. Sobrevivían entre las copas más descontroladas del día… o de la noche ¡qué sé yo cómo llamarlas!

Poco a poco el almacén iba creciendo. Junto con otros cientos de trofeos tan equívocos como inútiles. ¿Dónde acabaron aquellas letras? Repartidas entre mis amigos como iniciales de sus nombres, durante los infinitos ratos de hastío provocados por la realidad pacata…

Pero una noche, de repente, al intentar repetir la costumbre, me encontré con que habían arrancado todas las que faltaban. Sin duda se habían cansado de unos robos tan previsibles. En parte me hicieron un favor, porque la calle iba inclinándose y cada vez me resultaba más difícil empinarme para robar la siguiente…

DIEZ

Señalizaciones y mobiliario urbano. Llegó a ser una verdadera colección sin planificación previa: números de portales, placas con nombres de calles, placas particulares de personas y/o profesionales[14], señales de tráfico, tapas y rejillas de alcantarillas[15]… repartidos por infinidad de lugares, generalmente domicilios de conocidos.

¿Dónde fueron a parar con el paso del tiempo? Seguramente abandonadas en aquellas terrazas de los pisos de alquiler, cuando no conservadas como recuerdo en lejanas ciudades. O directamente en la basura ¿quién sabe?

Casi siempre eran desvaríos de un instante inspirado por el alcohol y las altas horas. Semejantes al episodio de la época, que contaba cómo un borracho, al volver a casa de madrugada, encontró inexplicablemente un jamón en un contenedor de basura. En su euforia se llevó a casa aquel tesoro y durmió toda la noche abrazado a él. Sólo al día siguiente, al despertar, descubrió que estaba podrido, repleto de gusanos.

ONCE

Alteración de la moneda circulante. Sin duda, un vandalismo con connotaciones de delito objetivamente cuantificable. El asunto era muy simple: cada vez que llegaba a mis manos un billete rojo, le arrancaba la esquina superior izquierda, donde figuraba la firma de un pelele que había sido pura y simplemente un ladrón como tantos otros. Corría el ’95. Así que resultaba una variante de la objeción de conciencia no tener que soportar semejante símbolo en el bolsillo. Una forma de protesta ciertamente pública y notoria, aunque algo estéril. Al menos, tal como yo la había planteado en un principio.

Pero luego vino la vuelta de tuerca. Con todas las firmas recopiladas, la idea era hacer una composición artístico-reivindicativa, un collage que representara una mano desafiando las llamas. Simplemente la visualización de una frase que se hizo famosa entonces, pronunciada por uno de los mandamases: “Pongo la mano en el fuego por este hombre”.

Entre los múltiples cachivaches que integran mi almacén de inutilidades[16], si mal no recuerdo se encuentra la recolección de todas aquellas esquinitas. Como una hormiga previsora las fui recopilando. Algunas también me las regalaron los amigos cuando supieron de mi colección. Cualquier día aparecerán. Entonces le dedicaré un rato al arte en su expresión plástica… total, como vandalismo resulta de una permanente vigencia y ¡como delito seguro que ya ha prescrito!

DOCE

Una noche en el interior del Esquizofrenia. Aunque no fuera obra mía ni participara en ella más que pasivamente, es de reseñar en este capítulo aquel suceso digno de formar parte de una memoria colectiva que corre el riesgo de ser vencida por el Alzheimer. Entre las variadas e imprevisibles sorpresas que guardaba el Esquizofrenia en la recámara, apareció aquel ejemplo gratuito de vandalismo en estado puro.

Valentín Hermano y alguien más, creo que Heidi GEMIDO, repartiendo desinteresadamente entre todos los clientes del bar interruptores de la luz. Por una de esas casualidades que regala la noche de vez en cuando, habían encontrado abierto un portal. Imagino acudían aleatoriamente a él para practicar cochinadas a resguardo. Allí, piso por piso y pasillo por pasillo, fueron sacando todos los pulsadores[17] para dirigirse más tarde con el botín al Esquizofrenia y regalarlos entre la sorprendida y desahuciada clientela.

A lo más, ésta estaba acostumbrada a que el regalo fuera un periódico del día siguiente, previamente hurtado de la cercana central de Correos, antes de que hubieran podido repartirlos los probos funcionarios.

Sin duda, aquel otro regalo de los pulsadores había resultado extraordinario. Máxime cuando ambos compartían el mérito de perpetrarse cerca de la Comisaría de policía, a escasos cien metros de distancia.

TRECE

Coleccionar matrículas robadas a los coches que dormían plácidamente en la calle. Aunque tampoco fuera de mi autoría, el episodio restante de vandalismo bien merece ser considerado, por lo que de común tuvo en la época. Lo ejercitaban infinidad de gentes de lo más variopinto, por lo general con fines decorativos. Personalmente me faltó arrojo y jamás llegué a practicarlo, pero en mi domicilio, obra de Valentín Hermano, anidaron en su día matrículas por decenas. Cuanto más exóticos fueran los países de procedencia, mejor.

Una colección que debió de parecerle algo coja en su día, porque llegó a acompañarla con un digamos “complemento”: las plaquitas en las que figuraba marca y modelo de los automóviles[18]. De las más cotizadas eran las estrellas de los Mercedes, sin duda. Pero las había para todos los gustos: plásticas y metálicas, con números, con logotipos…

Durante una noche de récord, entre Valentín Hermano y el primo de Carola[19] llegaron a robar más de 100, en una complicidad inexplicable-insuperable. Más inexplicablemente aún, no tuvo para ellos consecuencias penales.


 

[1] Modificándolo o deconstruyéndolo.

[2] Casi siempre feo ya antes del vandalismo concreto de que se tratara.

[3] Generalmente motivado o sugerido por alguna variante del coleccionismo.

[4] En su mayoría, indeseables.

[5] La de mis padres.

[6] Un Edding de color negro, con la punta gorda: de 1 cm2.

[7] Los habían puesto hacía poco tiempo, adjudicándoselo a un portal cercano y dejando huérfano el mío.

[8] ¡Qué curioso equilibrio!

[9] Por la acera, claro, para no dar lugar a equívocos a los automovilistas.

[10] Por correo, a través de una empresa entonces en boga.

[11] Aún no existían los CD’s o si lo hacían era naciendo, minoritarios.

[12] Como solía hacer un gamberro tan famoso como anónimo de aquella época.

[13] La sonoridad de cuyo nombre fascinaba a Vicente GAMA.

[14] De las que adornan los portales.

[15] La cuestión era bien sencilla: coleccionaba tapas de alcantarilla.

[16] Pasado sin ámbar, sólo eso.

[17] Monísimos, en marrón y oro.

[18] Aunque no necesariamente los mismos de la matrícula.

[19] Aquel chavalito amanerado al que le gustaba Milli Vanilli y se vestía igual que los componentes del grupo Locomía.

 

 

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