SAMARCANDA

SA - 2.3.

Domicilios

maracandeses

Calle Junín - Avenida Perú, 129

1992

  116

 

 

La mudanza me pilló casi fuera de Samarcanda, porque fue la época en la que mi trabajo me llevó hasta Kagan. No obstante, aquello[1] supuso una auténtica debacle para una familia que no estaba acostumbrada a los traslados, como era la nuestra.

Una especie de exilio, con la casa a cuestas, camino de un lugar bien diferente: otro barrio. A esto hay que añadir que se trataba de un piso más pequeño, encajonado en una calle estrecha… y un primero, con la inigualable humillación que conlleva tener que girar el cuello para ver el cielo: además de haber sacado previamente la cabeza por la ventana.

Se había terminado el horizonte amplio, despejado, de Francisco de Rojas: ahora tocaba enclaustramiento.

Vivir en un lugar así acaba pasando factura. La falta de luz natural, la psicología del oprimido, la sensación claustrofóbica y la convicción de estar condenado por el mero crimen de ser pobre. Son factores que sin duda alteran el ánimo de cualquiera.

Por fortuna el asunto para mí fue mucho más secundario que si hubiera estado residiendo en Samarcanda, porque me tocaba sólo tangencialmente… como si no fuera conmigo.

AVENIDA PERÚ 129

Además de eso hay que añadir que por aquella misma época y aprovechando mi condición de “funcionario pudiente”, hice el experimento de alquilarme una habitación-despacho en un piso cercano, a medio camino entre Junín y Francisco de Rojas: en la Avenida Perú 129.

La idea era tener un lugar que pudiera servirme de “torre de marfil” en la que desconectar de todo[2] y dedicarme tranquilamente a las letras y/o las Bellas Artes. Sirvió en muchas ocasiones como picadero, aunque no con surtido de candidatas sino en exclusiva con Dolores BABÁ.

El asunto de mi duplicidad de domicilios no duró mucho, porque enseguida tuve que mudarme a Kagan por motivos laborales… Después volví, unos meses más tarde. Pero ya me quedé en Junín[3].

En fin, durante aquel escaso tiempo que recalé en la Avenida Perú 129, centralicé todo mi material literario y algo del plástico en aquella habitación. El piso era compartido con Pablo CIEGOS y su novia Indira Barrio[4]. Además, una chica con apellido vegetal: Idoia Zanahoria, del mismo gremio académico… enrollada con uno de los profesores de la Facultad. Completaba el elenco Josema Camarero, un chavalito con el que no intercambié más de un par de conversaciones superficiales, porque sólo iba a dormir y prácticamente nunca coincidíamos.

En la Avenida Perú 129 reinaba un ambiente de piso de estudiantes del que yo participaba tangencialmente. Mis ratos allí buscaban la desconexión del mundo real, a menudo tan invasor de mi ocio, mi espacio y mi intimidad. Pero no siempre resultaba fácil el aislamiento: conversaciones literarias con Pablo CIEGOS, visitas más o menos calientes de Dolores BABÁ, reuniones de piso, incursiones de Andrés GHANA y su Agustina HUMOS, algún escarceo artístico de Valentín Hermano

Bueno, motivos para la paranoia no faltaban. Aquello parecía el famoso camarote de los hermanos Marx. En todo caso fue una temporada corta y productiva, porque yo intentaba aprovechar los momentos y muchas veces lo conseguía.

Aquel piso me vio, por ejemplo, junto a Valentín Hermano, encuadernar el segundo libro de cuentos. Suponía tener un espacio propio y lejano al domicilio familiar daba mucho juego, sin duda… Aparte de ser un reducto sexual en el que refugiarme: lejos del alcance de la ira de los tentáculos progenitores de Dolores BABÁ, que me veían como un ataque a la integridad de su hija.

Un poco por las circunstancias y otro poco por la normal evolución de las cosas, acabé dejando aquel piso[5] obligado por mi mudanza a Kagan.

Pocos meses después tuve que volver a Samarcanda por culpa de la P.S.S.… pero entonces me quedé en Junín con mis padres. Sin posibilidad de compatibilizar la tarea de la patria con el trabajo en el M.E.C., estuve sin sueldo un año. Pero los últimos meses fueron ya en Zarafshon.

JUNÍN

Digamos por tanto que los tiempos finales de mi estancia en Junín estuvieron caracterizados por ser el empujón final de mi tesina[6]: el tango en toda su expresión.

Aunque la había empezado tiempo atrás, no fue hasta entonces la resolución burocrática del asunto: de hecho ya la había ultimado en Kagan y ahora sólo quedaba la lectura, la recta final. Desde Junín le di los últimos retoques; a menudo entraba en el portal desde la calle, me miraba de cuerpo entero en el espejo que obligatoriamente te devolvía la figura cuando pasabas por el recibidor y pensaba: “ese tío que está ahí enfrente dentro de poco habrá hecho y leído la tesina”.

Finalmente así fue, tras infinidad de circunstancias concurrentes: Junín era la guinda en domicilios y geografías para aquella tarta intelectual que llevaba persiguiéndome cinco años, con todas las vicisitudes asociadas.

Aunque yo mirase escéptico aquel espejo, finalmente me devolvió la imagen esperada: la de un tipo que no sólo había terminado la carrera, sino que además había sido capaz de obtener el Grado. Si no llegué al Doctorado fue por negarme a participar en semejante pantomima.

Pero el de Junín era un piso pequeño, oscuro y acomplejante: cualquier cosa realizada en un entorno distinto habría resultado mucho más fácil, estoy seguro. Aunque para mí fue un domicilio que me tocó sólo tangencialmente, notaba su influencia sobre el ánimo… y no era precisamente positiva.

Durante uno de los veranos que estuve en aquel piso (seguramente el del ’93) recaló por allí de visita Manuel Alejandro Marxista insomne. Resultaba todo un contraste semejante personaje[7] en el sofá del salón, que tenía la propiedad de otorgar un halo de normalidad a cualquiera que se lo ponía por montera.

Aquel verano tuvo mucha más enjundia. También estaba como huésped a pensión completa en casa de mis padres Pascual Opus: un chaval ciertamente desviado de la normalidad por problemas familiares y educacionales. Digamos que una nefasta combinación de elementos había dado como resultado aquel engendro. No era otra cosa que un pobre hombre autorreprimido, con una inmensa carga de culpabilidad y una gabardina con la que se pretendía la reencarnación de Humphrey Bogart. Pascual Opus se sorprendía por la cantidad de gente distinta que llegábamos a conocer Valentín Hermano y yo. Hasta tal punto que indagaba con escaso disimulo y curiosidad entomológica. “Y tú… ¿a qué te dedicas?” –era una pregunta que invariablemente salía de su boca, encontrando las respuestas más variopintas.

Un día de ese verano invité a Tania Ref. Caco y su jefa Rosa MÁRMOL a tomar café a casa, con la advertencia de que se encontrarían a semejante especimen. Cuando llegó el inevitable momento del interrogatorio de rigor, ante la pregunta clásica de Pascual Opus: “Y vosotras… ¿a qué os dedicáis?” la respuesta de una de ellas fue: “Nosotras somos putas”.

Era digna de ver la cara que se le quedó al pobre, ante semejante declaración: previamente pactada con ellas para escandalizar su pacata mente de opusita.

Imagino que sospecharía algo del montaje, porque no recuerdo haberle oído nunca más esa pregunta a ningun@ de mis amig@s.

Aquel mismo verano, durante la ausencia de mis padres buscando Sherobod o algún sitio similar, invitados en este caso por mi exigua nómina de funcionario de trinchera, adquirió la costumbre de tener Junín como segunda residencia el amigo Seco Moco. Con esa facilidad que ha tenido siempre para acoplarse en huecos que encuentra, como al descuido: algo semejante le ocurriría también posteriormente con Sandra PLANETA[8] un par de años después.

Discurrían los días sin mayores preocupaciones que los spaguetti con berberechos y mayonesa que hacía Valentín Hermano. O las exquisiteces que nos iba cocinando el amigo Seco Moco. Era por así decir un verano maracandés: de los que van transcurriendo tontamente, sin mayor trascendencia.

Uno de los días Seco Moco apareció con la cara totalmente lila: según contaba, algún indeseable le arreó un puñetazo en plena nariz por inciertos negocios de trapicheo de farlopa[9]. Allí se acabó el verano… al menos en espíritu, porque no recuerdo nada más que fuera relevante.

Probablemente el otoño que le siguió fue cuando tuvo lugar otro asunto que marcó mi recuerdo de Junín: en el cuarto piso de aquel mismo portal vivían un par de tíos, familia directa de mi Paquita Madre. Probablemente gracias a su intercesión habían llegado a vivir en Junín mis padres… Por algún cúmulo de circunstancias, otro de los pisos de nuestro bloque tenía que cambiar la cocina y nos endilgaron el muerto de montarla a Valentín Hermano y a mí.

Bueno, en principio se trataba de un simple ejercicio de bricolaje que llevaba aparejada una recompensa. Pero las cosas se fueron complicando: entre siliconas, tirafondos, taladros… finalmente el asunto se alargó en el tiempo más de lo previsto. A mí aquella semana se me hizo eterna, daba la impresión de no acabar nunca: algo así como el mito de Sísifo en versión cocina.

Finalmente desapareció de mi vista y mi responsabilidad: me prometí a mí mismo no volverme a ver envuelto en un embrollo semejante; promesas que nunca deben hacerse, porque es como llamar al mal tiempo.

Lo cierto es que para mí era una especie de compensación por los ratos que cuando niño llegué a pasar en la casa que tenían los tíos en el pueblo de Paquita Madre: jardín, escaleras de madera, amplias salas[10] y muchos sitios para jugar. De aquella época dorada sólo les había quedado una estatua de color ébano: en su día había presidió el pasamanos de una inmensa escalera, aún la recuerdo. Forma humana, pero alegoría de una nostalgia que a mí me enternecía lo suficiente como para prestarme al más crudo bricolaje.

Poco más recuerdo de Junín[11]: el trastero que había en el sótano se había convertido en almacén de inutilidades tras la mudanza al reducirse el tamaño del piso con el cambio…

Ahí debió de perderse mi título de Licenciado, traspapelado. Cuando lo obtuve, allá por el ’89, se lo di a mis padres. “¿Qué hacemos con esto?” –preguntaron. Y yo: “Lo que queráis. Total… ¡para lo que vale!” Desde mi punto de vista costaba, pero no servía.

Craso error. Años más tarde tuve que ir aportando certificados para poder ejercer como profesor de Secundaria (aunque fuera de otra especialidad). A día de hoy la pared de mi despacho ostenta un duplicado legalmente extendido por la UdeS previa declaración pública de su extravío.

Probablemente resulte ser una buena metáfora, un símbolo. No de Junín, sino de aquella época que fagocitó toda la anterior etapa de mi vida. Tantos esfuerzos y desvelos, tantas energías… traspapeladas entre trastos, allí donde los polvos acaban con cualquier romanticismo.

Junín era un coletazo de vida ajena que pugnaba por hacerse con la mía, aunque fuera sacrificando todo mi pasado.



[1] Tras más de quince años de estabilidad domiciliaria.

[2] También de Junín.

[3] Además fue por poco tiempo, puesto que acabé terminando la PSS en Zarafshon.

[4] También de Bellas Artes.

[5] Mi habitación finalmente la ocupó Agustina HUMOS, que a la sazón era compañera mía de trabajo: compartíamos curro en Preimpresión MP.

[6] Trabajo de grado o Tesis de licenciatura, para ser exactos en la denominación técnica del engendro.

[7] Con toda la carga emocional que llevaba a cuestas.

[8] Aquella compañera mía del C.D.M. de Kagan.

[9] Una dedicación del señor Seco Moco de aquella época en la que se hacía llamar Cecilio Ruiz Coca.

[10] Entre ellas, un salón con una maqueta inmensa.

[11] O poco más quiero recordar, no sabría decirlo.

 

 

Sonido

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